Ricardo Morales | 27 de diciembre de 2020
Un relato navideño entre las compras compulsivas, los recuerdos familiares y el ubi sunt.
Mi padre siempre fue una presa fácil de la teletienda.
Las apneas del sueño de las que adoleció durante mi infancia hacían que apenas pudiera dormir por las noches. ¡Así se entiende su humor de perros cuando fallaba un pase en el equipo o cuando no sacaba bien las multiplicaciones! Solía comprar todo tipo de cachivaches inútiles que acababan perdiendo su interés a la semana de comprarlos. Como la «machaca glúteos» que se pilló. Era una máquina que hacía temblar hasta tus certezas. Desde los pies hasta la nuca. Un meneo infernal que se suponía destinado a quemar tus michelines mientras veías la tele. Al poco tiempo de dejar de usarla, encontré mi ocasión de explorar nuevos horizontes de jugabilidad. Aquel aparato se convirtió de la noche a la mañana en mi objeto predilecto de recreaciones catastróficas a la altura de superproducciones como Un pueblo llamado Dante’s Peak. Entonces ponía en fila a todos mis soldados de plástico de la Segunda Guerra Mundial, junto a algunos dinosaurios, y pulsando varios botones y girando una minirrueda, los transportaba al principio del fin de la era jurásica.
Una tarde de diciembre de 1999 -como el disco de Love of Lesbian-, mi padre nos llevó a toda la familia; o sea, a mi madre, mi pequeña hermana y a mí, a comprar un árbol de Navidad que había visto -dónde si no- en la teletienda.
Fuimos al centro de exposiciones de la marca en cuestión y ¡guau! ¡Menudo árbol nos compramos! No era uno de esos cutres que ya vienen con el espumillón colgando y con olor a China (sin saber muy bien a lo que huele China).
Era de los de un «acabado de abeto sin igual», decía el vendedor. De esos que se montan pieza por pieza. «Le prometo que este árbol le va a durar veinte años o más».
«Y no se equivocó», remató la anécdota mi padre con un chasquido de la lengua, mientras lo empezábamos a desembolsar en el salón de abajo en su vigésimo aniversario.
«Y aquí estamos- dije. Doce largos meses después de la última vez que lo sacamos y con las mascarillas puestas».
Y pensé entonces en Chesterton para mí y me vi diciendo: «Viendo entre las gotículas de polvo que se filtran al candor de la bombilla de este desván, la guasonería que tiene el tiempo al pasarnos por la vida».
Se rompe una luz y blasfemamos a la vez. Limpiamos, advirtiendo a las niñas que no se acerquen a los cristales rotos. Sacamos los adornos, desenvolvemos las figuras del belén del papel de periódico.
Teresa juega entonces con un cerdito del corral y Jimena recoge el asno y, sin yo decirle nada, lo planta en la estancia principal del castillo de Herodes.
Encendemos las bombonas de propano -porque la caldera hace tiempo que no calienta-, prendemos los calefactores a tope y sacamos la leña comprada a granel yendo hacia Becerril de la Sierra desde Cerceda.
Y mi padre pone un vinilo en la minicadena. Y suenan rancheras que recuerdan a personas pasadas, a sombras de la memoria de otras Navidades como esta. Pero sin ser esta. De hecho, en absolutamente nada se le parece a esta. Por ejemplo, no estará Maxi; con su tembleque particular y su parquedad en palabras. Con sus bufidos al discurso del rey en Nochebuena, mientras mi abuela servía los caldos con pelotas y mi padre descorchaba El Gaitero.
Tampoco es probable que llegue mi abuelo Perico a finales del próximo año. Él llevaba -eso decía mi padre y hasta muchísimo tiempo después no supe muy bien a lo que se refería- la boina atornillada al pescuezo. Muy bien, pero me enseñó a agarrar a un conejo por el pellejo.
Ya hace tiempo que se fueron Pepe y Chusda. O mi tío José y mi abuelo Ricardo, que murió de trombosis con tres palabras en su diccionario: «caro», «tete» y «cagüendios». Y digo esto último ateniéndome, con el corazón en la mano y la plegaria en la boca, a lo más estricto de los hechos.
Y entonces me los imagino a todo ellos -a este coro de mi ágora micromachine– debatiendo en qué gastar su vida si hubieran vuelto a la tierra después de muertos. Y me los imagino en paraísos tropicales vendiendo cocos y no en edificios acristalados como ese de Madrid que tiene una luz verde parpadeante en el centro de la torre. Quiero también -aunque ninguno de ellos destacase por estas dotes- imaginármelos leyendo algún cuento, como si así, de algún modo, nos vinieran a decir que las certezas en esta vida también responden a las certezas que ocupan las realidades de otro ámbito. Esto es: que la aventura siempre merecerá la pena, sea esta donde sea.
Estas fechas van a ser muy distintas para todos. Resultará complicado para la gran mayoría evitar sentir tristeza y nostalgia. Por eso me he animado a contarles una historia de Navidad, por si pudiera arrancar a alguno una sonrisa.
Un relato navideño protagonizado por dos ancianos, una cena de Nochebuena y una misión secreta en el madrileño barrio de Usera.